Y como bailas. Mueves las caderas de lado a lado y el
vestido se mete entre tus muslos dorados y tatuados. Te miro desde la mesa y tú
en la pista, sumergida en el compás. Se me consume el cigarro en los dedos
mientras te deseo. Pienso en cómo hacer para que entiendas que el amor que
sentimos no nos va a quitar individualidad si lo vivimos. Me miras desde allí,
sonríes y vuelves a cerrar los ojos. Yo solo quiero quitarte el vestido y
llevarte a la cama, y después a la mañana, despertarte a besos en el cuello.
Cuando el cigarro se
acaba me levanto decidido y me acerco por detrás a ella. Abre los ojos sin
esperárselo y ríe, agarro sus caderas y bailo con ella, me acerco tanto que
puedo notar su culo en mi entrepierna. Se gira, me agarra el cuello y su nariz y
mi nariz se encuentran por el camino. Bailamos así unos minutos, y a mí me
parece encontrar ahí mismo la felicidad, entre su cuerpo. No sé cuánto tiempo
pasa desde que empezamos a besarnos hasta que consigo llevarla a casa. Si no
puedo tener su compromiso al menos quiero sentirla, necesito sentirla. Me
deshago del vestido, de la ropa interior y de los zapatos, le suelto el pelo
que cae por su espalda, aspiro el aroma. Estoy en el cielo. Ella juega con mi
pecho, me quita la camiseta, me desabrocha los pantalones. No llegamos a la
cama, no hay tiempo, la agarro de las caderas y la pongo contra la pared. Se
muerde los labios mientras beso sus pechos. La habitación da vueltas. No puedo
soltarme de su piel, me atrapa, me consume, es una delicia sentir su sudor cayendo
por mi pecho. Y gime, su respiración es fuerte, tanto que ni siquiera oigo la
mía. Estoy atrapado, y no quiero huir. Y al final, cuando nuestras gargantas
arden ya no sé donde empieza mi cuerpo y acaba el suyo. Solo oímos el sonido de
nuestros pulmones recuperándose y el reloj del salón –tic,tac,tic,tac- Abro los
ojos y ahí está, mirándome, le digo te quiero y se ríe, cansada, con el
flequillo pegado a la cara y está tan preciosa que casi quiero llorar. Me mira
y no dice nada, sujeta con fuerza mi cuello y yo aún no soy capaz de soltar sus
caderas. Sus piernas caen a cada lado de mi cuerpo, sin vida. Nos quedamos así
unos minutos hasta que mis piernas ceden y los dos caemos al suelo despacio. No
ocurre nada más que mi amor y su respiración aún jadeante. El sol que amanece
empieza a iluminar la sala. Ella mira al techo y yo la observo. Y yo la quiero.
Lo sabe, pero prefiere ignorarlo, y se levanta, desnuda, camina por la sala
hasta la cocina y bebe un gran vaso de agua mirando el jardín trasero. Yo no me
muevo, solo miro su precioso cuerpo dorado y pienso que tal vez, esta vez,
pueda ser mía de verdad, para siempre.